4.3.11

NEWSPAPERBIRDS ( Los Pájaros de Marzo)

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Tinta sobre papel periódico,
2011.

3.3.11

UNA VISIÓN DEL MAR


A mediados del verano, un muchacho, feliz por no tener qué hacer y por que hacía calor, se hallaba echado en un maizal. Las hojas de maíz se mecían por encima de él como grandes abanicos y los pájaros trinaban en las ramas de los árboles que ocultaban la casa. Tendido de espaldas contra la tierra, contemplaba el cielo infinitamente azul que caía sobre los perfiles del maizal. El aire, después de un cálido chaparrón de mediodía, traía un aroma de conejos y vacas. Se estiró como un gato y cruzó los brazos tras la nuca. Ahora surcaba los mares como un velero, navegaba entre las doradas olas del maizal y se deslizaba por el cielo como un ave, saltaba por las campiñas en botas de siete leguas y construía un nido en el sexto de los siete árboles que desde una verde y radiante colina le saludaban aleteando las ramas. Luego volvió a ser el muchacho de los cabellos revueltos que, levantándose perezosamente, buscaba tras los maizales la línea del río que serpenteaba entre las colinas. Metió los dedos en el agua como provocando una ola que traviesa hiciera rodar los cantos y estremeciera el limo dormido. En el agua sus dedos se erigieron en diez pilares de torre y un pececillo de hermosa cabeza y cola de látigo sorteó las compuertas de las torres hábilmente. Y mientras el pececillo huía por entre el laberinto de dedos hacia los guijarros y el lecho de las aguas se removía inquieto, se imaginó una historia. Érase una princesa de un libro navideño que se había ahogado, con los hombros descoyuntados y dos coletas pelirrojas tersas como cuerdas de violín en torno al quebrado cuello. Atrapada en las redes de un pescador, los peces le estaban arrancando el pelo. Se olvidó de cómo terminaba la historia si es que una historia que no tiene principio puede terminar de alguna manera. ¿Revivía la princesa alzándose como una sirena de entre las redes? ¿O sucedía que un príncipe que salía de otro cuento, le tensaba las coletas y hacía con los huesos de los hombros un arco de lira a la que arrancaban fúnebres notas que resonaban en los ámbitos cortesanos? El muchacho arrojó una piedra contra las verdes aguas, luego vio que por entre unas matas se escabullía  un conejo y le disparó otra piedra a la cola. Un pez brincó entre las aguas cazando insectos y una alondra pasó volando como una saeta. Aquel verano era el más hermoso desde el principio de los siglos. No creía en Dios, pero era Dios quien había alumbrado aquel verano tan lleno de azules aires, y aquel calor y aquellas palomas que poblaban el bosque. En las anónimas colinas que se avistaban a distancia, no había torres de minas, chimeneas ni remolques, sólo siete árboles que semejaban hombres y mujeres tendidos al sol. No encontraba palabras que expresara la maravilla de aquel verano o el murmullo de los pájaros del bosque o el susurro del maizal  mecido por la brisa del mar. No había palabras para sol y cielo, para el campo entero del estío. Todo era hermosísimo, las aves y el maizal...

Campo a través llegó hasta la falda de las colinas. El cuento de la princesa ya se había pasado. Aquella tarde, bajo el verde inocente de los árboles y entre los jilgueros que volaban hacia el sol, no había mar en que aquélla pudiera ahogarse prendida del cabello. El mar se había retirado y tras sí quedaron un campo sembrado de maíz, una casa escondida y una colina. Del séptimo árbol se descolgó de pronto la princesa, era tan alta como el primero de los árboles y llevaba un vestido de seda hecho jirones. Tenía las piernas llenas de rozaduras, manchas de fresa por los labios, rotas y negras las uñas, los dedos de los pies le asomaban por las sandalias. Se puso encima de un montoncito y con sólo hacerlo el campo que la rodeaba y la curva del río que brillaba allí mismo se volvieron tan pequeños que pareció que una enorme montaña se alzase sobre una cuchilla y unas gotas de agua. Los árboles de la granja parecieron fósforos, y en la distancia, ahora ya mínima, los picos de Jarvis y detrás de éstos, el monte Cader, ya en los bordes de Inglaterra, eran tan sólo toperas o sombras. El muchacho contempló asombrado la desaparición del río, vio como la tierra se tragaba los sembrados y cómo los árboles del bosque se reducían a pequeños tallitos y cómo el campo y el paisaje entero le cabían en el cuenco de la mano, encogida la tierra como una prenda recién lavada.

Dylan Thomas

Del libro: El visitante y otras historias, 1937.

TRES BUZONES Y UN PERRO BRAVO.